
Camino a casa, luego de las clases universitarias, era inevitable no comprar en las carretillas, ésas que nunca sobran, en el trayecto solitario. Por supuesto que jamás lo compré en compañía de compañeros de aula aunque sí con amigas con las que la conversación era placentera y una taza de café no era adecuada por el almuerzo que se avecinaba.
Su costo era razonable y el empaque más que generoso. Las penas podría decirse, tenía solución viable. Así los días, y los amores, transitaban plácidos y carentes de contratiempo alguno.
Sin embargo un día cambió de empaque y de precio, algún gerente de saco y corbata, se le ocurrió la brillante idea de realizar cambios (son buenos, pero cuando ello lo mejora). Nueva presentación, nuevo tamaño. A partir de ahí tuve que contentarme con añorar su pretérita presentación y por supuesto abstenerme de darme un gustazo de aquellos, para suerte mía el temporal sentimental había ya fenecido.
Estos días los observo, sin deseos de adquirirlos, en parte sintiéndome un tanto estafado por esos señores de saco y corbata que auguraron una campaña acorde a los nuevos días y que sin embargo su subrepticio deseo fue enriquecerse más rápido.
Ahora espero con todo el corazón que el Sr. Wonka lance una línea de chocolates superiores a los tradicionales sublimes, esos de antaño.
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